Editorial     

 

Conferencia del Maestro Kut Humi Lal Singh

Paris, miércoles noche, 28 de enero, 1948

         Todos los miércoles nos reunimos a fin de conversar sobre las graves cuestiones de la vida, y también a fin de mejor comulgar con las fuerzas superiores. Queremos así mismo, y de una manera particular, familiarizarnos con las armonías íntimas y trascendentales del universo entero.

         Todos hacemos parte de este universo. Individualmente, debemos considerarnos como una entidad no separada del universo de la misma manera que un pequeño trozo de nuestra piel hace parte de este cuerpo que pretendemos nuestro.

         Individualmente hablando, pertenecemos a un gran cuerpo, no somos sino una pequeña célula, ínfimamente mínima, de este gran cuerpo que es el universo. Si podemos fijar bien nuestra atención sobre este hecho ganaremos mucho, porque llegaremos a comprender que toda nuestra vanidad, todas nuestras ambiciones personales y en fin que toda nuestra vida – que es siempre una concentración de nuestra persona en nosotros mismos y para nosotros mismos - responde a unos intereses que no son reales; y todos los grandes problemas que el hombre debe confrontar se resumen en esto, que ha perdido completamente el sentido de sus relaciones con el universo. Nuestras filosofías, nuestras civilizaciones sucesivas nos han distanciado completamente no solamente de la naturaleza, sino también del seno primordial de la vida universal. Cuanto más se ha hecho intelectual el hombre, más organizado, más le ha gustado llamarse civilizado, más ha roto con su verdadero destino y con la Esencia de la Vida Universal.

No es extraño pues que seamos cada vez menos capaces de comprender nuestra verdadera naturaleza, así como nuestras relaciones con los aspectos espirituales de la vida, y en fin con las modalidades divinas de toda la naturaleza.

Les hablo un lenguaje que no es el de las sectas místicas conocidas, y que no es tampoco el de las religiones organizadas y legalizadas. Es un lenguaje razonado, pero que tiende, ante todo, a restablecer la comunión entre el individuo como célula y el Universo como gran cuerpo al cual pertenece.

El Universo es un gran cuerpo y el hecho de no comprender esta realidad causa todas las pequeñas miserias humanas y todos los graves problemas que confrontamos en el trascurso de nuestra vida. Se dice, a veces, que somos ignorantes, que de nuestra ignorancia surgen todos nuestros problemas, pero si analizamos bien esta ignorancia, este desconocimiento que tenemos de la vida y de nosotros-mismos, descubrimos que es el producto de ciertas concepciones que tenemos de nosotros-mismos, de ciertas actitudes interiores que entretenemos, de ciertas condiciones en fin que reinan en nuestros fueros íntimos. Sería bastante difícil pues explicar lo que es en realidad la ignorancia.

Hemos pasado en revista anteriormente estas condiciones de ignorancia, y hemos llegado a concluir, creo, que la ignorancia no consiste en no conocer los hechos de la naturaleza o los hechos de la vida, y que el saber no está simplemente caracterizado con el recuerdo de múltiples teorías científicas u otras de doctrinas religiosas. Muchas personas nunca fueron a la escuela, no saben nada de la existencia de “grandes sabios”, ignoran las complicaciones sublimes de la civilización, y sin embargo, tienen un corazón mucho más puro, un alma mucho más elevada y una conciencia mucho más despierta, clara, expandida que muchas otras cuya erudición es el único mérito. Están pues mejor constituidas para una vida sabia, mientras que por el contrario, en los civilizados, en los que viven en grandes ciudades, que pueden poseer por otra parte títulos académicos y vivir de acuerdo con la ciencia que llamamos oficial, nos percatamos que una gran mayoría de ellos están completamente desviados de una vida normal y conforme a los principios de la naturaleza, que su corazón ha perdido su pureza, la conciencia, su nitidez, su lucidez y el alma su carácter elevado.

         El saber sacado de libros, de escuelas, de institutos y universidades, no es pues verdaderamente necesario o indispensable para llegar a una vida honesta, pura y armoniosa. No diría una “vida sabia”, pues esta condición es la coronación de todas las cualidades anteriores.

         En las campiñas o en los lugares lejanos donde no reina totalmente la civilización de nuestras ciudades, los habitantes parecen mejor dispuestos a vivir una vida sincera, armoniosa y honrada. En los lugares civilizados se percibe, por el contrario, que muchas personas, a pesar de sus grandes conocimientos, han perdido la facultad de distinguir un hecho deshonroso de un hecho que no lo es.

         No saben ya diferenciar una concepción armoniosa de otra que no lo es, o llevar simplemente una vida sincera. Están casi siempre perturbadas por sus pasiones o bajos instintos, que todos sus conocimientos no bastan para aniquilar o siquiera aminorar. Los conocimientos no son pues unos elementos suficientes para elevar el alma y disponer el ser para una vida espiritual digna.

 Pero hay en nosotros una condición de “saber” íntimo de la cual hablamos la última vez.

Se puede muy bien “saber” sin “conocer”.

Es desde allí que quiero partir esta noche.

Naturalmente, esta distinción puede ser difícil de establecer para muchos de entre ustedes, porque vivimos en un mundo completamente perturbado por las grandes pasiones.

La propia Europa sale a penas de una gran guerra, y no es más que para verla incursionar en otra. No logra liberarse de las atroces miserias creadas por la guerra, y todas estas infamias vienen a erigirse en contra nuestra. Y aquellos cuyo Espíritu quiere quedar normal y libre se preguntan si, en definitiva, es bueno o conveniente vivir, por cuanto el hombre, a medida que vive, no cesa de crear problemas siempre nuevos. Pero esos perciben también que estos problemas provienen siempre de condiciones creadas por el propio hombre. Si el mundo está lleno de problemas en un grado tan intenso, es simplemente porque el hombre no ha llegado todavía a un estadio de comprensión de lo que él es. No se conoce a sí mismo.

Todavía estamos ante el famoso dicho de los antiguos filósofos, que ordena conocerse a sí propio. No solamente no nos conocemos a nosotros mismos, sino que no tenemos la capacidad, la fuerza de confrontar las circunstancias que hemos provocado; no tenemos el valor de admitir que somos los instigadores de los problemas, ya sea habiéndolos tolerado, ya sea habiendo permitido su floración. Deploramos las circunstancias, pero no hacemos nada para cambiar el estado de cosas de acuerdo con nuestros mejores principios. Se deja todo a la deriva, y un día uno se encuentra aniquilado bajo los problemas de los cuales no supimos encausar el flujo.

En verdad, todos los que estamos hoy en esta sala, somos responsables de todo lo que pasa en el mundo.

Tal vez, ustedes dirán, “pero no he hecho nada para esto, mis padres tienen mucho más responsabilidades que yo, por cuanto cuando nací encontré estas circunstancias que existían ya”. Es verdad. Todos aquí hemos encontrado, al nacer, un mundo sometido a muchas miserias. Pero si analizamos bien las condiciones que reinaban antes de nuestro nacimiento o durante nuestra niñez, en 1910 por ejemplo, veremos que los problemas del mundo han aumentado ampliamente desde entonces. No hemos resuelto ninguna de las cuestiones que se planteaban en 1910. Por lo contrario, estoy seguro que si pudiésemos hacer la cuenta de los problemas de la humanidad, de sus desgracias y miserias, encontraríamos tres veces más.

¿Dónde radica pues nuestra evolución?

¿Dónde está nuestro progreso?

¿Qué han hecho los sistemas religiosos? ¿Qué han hecho los sistemas filosóficos? ¿Qué hemos hecho todos, ustedes y yo hasta hoy para resolver los problemas del mundo? No hemos hecho nada en absoluto. Por mi parte es verdad que no me he cruzado de brazos, pero los problemas han aumentado a pesar de todo. Tenemos todos, pues, una participación en su causa y somos responsables porque no hemos sabido resolver nada y hemos contribuido, conscientemente o no, a su aumento, ya sea por ignorancia o falta de valor.

No hemos hecho nada para aportarle una solución, a pesar de decirnos espirituales o espiritualistas... Una palabra a la que le tengo pavor.

Cada vez que se pronuncia la palabra “espiritualista” siento casi espanto en mí mismo.

Ya que estamos aquí para hablar francamente y en toda sinceridad, debemos reconocer que aquellos de nosotros que hemos mirado los problemas del mundo frente a frente, no hemos hecho todo lo que hubiéramos debido hacer para evitarlos o aminorarlos.

Tal vez, algunos de entre ustedes dirán: “¡No es mi problema! ¿Cómo podría resolver estos problemas? No estoy solo en el mundo, es más bien el trabajo de otros”.

Con esta complacencia se puede evidentemente echar en el hombro de los demás todas las responsabilidades. Sin embargo, les puedo decir, y lo digo por experiencia, que si una sola persona tiene el valor de levantar la voz delante de cualquier problema, este no tarda en flaquear. Si hay tres, cien, mil quienes reclaman justicia, orden y paz en el mundo, estén seguros que estas almas y corazones unidos en una misma vibración tendrán la potencia de un verdadero resplandor cósmico, mucho más potente que las formas de fulgores que conocemos en la tierra o que ninguna bomba atómica.

Es verdad que hoy los valores son bastante despreciados. No se da mucha importancia a los valores morales. Sin embargo, cuando una sola persona eleva la voz para decir la verdad, se empieza a oírla, a querer oírla, después se siente algo en uno mismo, o una pequeña voz que responde a este mensaje escuchado. Es una voz silenciosa, algo sensible en nosotros que siempre responde a los principios universales. También, cuando se habla de justicia, de verdad, cuando se pide el orden y la paz, siempre hay una respuesta en los corazones humanos. Todos los corazones no son humanos, dirán ustedes. Yo les digo lo contrario, porque todos estamos hechos de la misma manera, desde el más ignorante hasta el más grande de los sabios.

Durante la guerra, tuve la ocasión de visitar, en la Isla de Cuba, una prisión del Estado. Este favor me fue acordado en virtud de relaciones que había conservado con la Liga de Naciones y más particularmente la sección encargada de mejorar la suerte de los prisioneros.

Les debo decir ante todo que la Isla de Cuba es el país más liberal que conozco. Es el único en el cual se puede respirar tranquilamente, donde todas las instituciones libres son respetadas, donde se puede vivir sin coacción de ninguna suerte. Es por eso que la escogí para fijar ahí mi residencia occidental.

Fui pues a esta cárcel, y he visto seres de apariencia espantosa. Allá no hay la fineza de la cultura, la flexibilidad espiritual, propias de los franceses. Muchos seres no tienen figura humana. Sin embargo, he querido ver si estas gentes eran capaces de una resonancia espiritual y de sentir como un ser humano puede sentir las cosas.

Empecé a hablar… de todo lo de que se hablaba durante la guerra, y sobre el tema candente que todo el mundo cree que se debe evocar. Abordé pues el tema de rigor, hablé de democracia. Les hable de bellos ideales, y como el músico que toca una guitara o una citara, quise ver si tenían cuerdas en el corazón. Evoqué para ellos los sentimientos maternales, les he dicho lo que es un niño. Les hable de las necesidades del hombre en tanto que ciudadano fraternal de la humanidad, y debo constatar que me han dado la mayor de mis satisfacciones, una satisfacción que seguramente no hubiera tenido si hubiese hablado en las universidades de América del Norte o de América latina, me hice oír en todas las universidades de Asia, y encontré mucho más resonancia íntima y sublime en estos prisioneros que en las audiencias cultivadas. Así pues, ven ustedes que las gentes tienen un corazón. No quiero, por cierto, concluir con este solo hecho, aunque es lo bastante turbador constatar una misma resonancia en una cárcel de 3.000 personas de todas las razas, nacionalidades y grados de cultura, pero con el fruto de mis experiencias en el resto del mundo puedo afirmar mi certidumbre absoluta que no hay corazón humano insensible a unas palabras de bondad, a unas palabras sinceras, así como no hay corazón de mujer insensible a palabras de amor. El corazón está hecho precisamente para latir en concordancia con ciertas condiciones espirituales o universales. Cuando se habla al corazón humano un lenguaje universalista, estoy seguro que emite una resonancia profunda, porque todos los corazones hoy están cansados del personalismo.

Vemos que el personalismo florece en el decurso de toda nuestra vida. Abran un periódico, no se habla más que de personas. Vayan a la Iglesia, se les habla siempre de una persona, que sea Dios o de grandes santos. Todo está siempre centralizado en la persona. Se personaliza por todas partes. En la escuela, se nos llena la cabeza de teorías creadas por ciertas personas que se declaran científicas o sapientes. En la universidad, se hace lo mismo. Y para acabar, se nos da un bello diploma para demostrarnos que somos verdaderamente algo.

Se personaliza. Se olvida totalmente los principios universales. Desde lo alto de todas las cátedras, se proclaman unas teorías o unas doctrinas siempre apoyadas sobre el plano personal. Por doquiera es lo personal lo que cuenta.

Por cierto, se les dice que tienen que ser buenos para ir al Cielo. Ustedes van al Cielo porque han tenido el egoísmo suficiente para merecer ir ahí. Y si ustedes son malos, van al infierno. Todo esto está presentado de muy buena manera, pero es siempre personalismo. Es usted el que va al Infierno.

No se les dice que hace falta ser bueno porque es conveniente y útil a todos, conforme a los principios universales de armonía, porque es necesario serlo simplemente. No, se nos dice que hace falta ser bueno para merecer ir al Cielo.

Para los musulmanes, el Cielo es un lugar encantador rodeado de bellas damas, lleno de flores olorosas y manjares deliciosos. Para otras creencias, se encuentra ahí unos Ángeles, todos muy lindos, a fin de acicatear nuestra gentil pequeña vanidad. Por doquiera es un punto de vista personal que reina y la concepción del Cielo favorece unas aspiraciones personales hacia una felicidad concebida por uno mismo.

Nuestra desgracia es nuestro exceso de personalismo y nuestra falta de universalismo.

Nuestra profesión aquí es pues volver a la naturaleza, pero a la naturaleza tomada en un sentido universal. No se trata de hacer aquí un salto atrás, olvidar lo que las civilizaciones y las culturas sucesivas nos han enseñado y volver hacia la vida de las florestas y de las ciudades primitivas. Si lo hacemos sería grave para nosotros. Sin embargo, no escondo que hoy la evolución se basa en una cierta regresión.

Hace un momento criticaba algo a los “espiritualistas”.

¡Si ustedes supiesen lo que yo pienso de las gentes que se tildan con este título! Cada vez que se me viene a hablar de bondad o de amor les digo francamente que preferiría ir a lo más hondo de África y llevar mi mensaje a los Monos. Tengo a veces la impresión de que serían más sensibles y más receptivos a mis enseñanzas y que con ellos perdería menos tiempo.

Pero es verdad que tengo una pequeña preferencia personal para los monos. Encuentro que tienen algo de agradable en ellos que me recuerda vagamente ciertos aspectos de nosotros mismos… No vayan a creer sobre todo que tengo lazos algunos con la metempsicosis de los hindús… Pero los monos tienen algo que me parece superior al hombre… Por lo menos tienen el sentido del buen humor.

Alguien dijo que los hombres son superiores a los animales porque tienen la facultad de reír. Pero cuando se vive en Europa se da cuenta que esta facultad es bastante rara. Cuando miro los ojos de las gentes que ríen, veo espanto en el fondo de su alma, una gran miseria en el fondo de su corazón. Su alma está apagada. Les falta una chispa de vida. Su sonrisa no tiene felicidad ni indulgencia. Les falta la ironía de su propia tragedia.

La vida humana es una gran tragedia, hoy, precisamente porque nos falta indulgencia y bondad. Nos faltan buenas relaciones con el universo en general. Las religiones, las filosofías, los ideales políticos se vuelven poco a poco simples síntesis de intereses personales. Hemos roto con la armonía universal. No hacemos ya de nuestra vida una satisfacción de las necesidades de la vida. Hacemos de ella, simplemente, tanto como de nuestras creencias y fe, una satisfacción puramente sentimental o de interés egoísta.

Se hace política porque se quiere alcanzar un puesto, tener un buen salario, gozar de un gran prestigio como se hace de la religión para ir al Cielo.

La religión que garantiza el Cielo lo más fácilmente, es la que se adopta lo más a menudo.

Por mi parte, no les prometo absolutamente nada. Les hablo solamente del interés que el hombre tiene de establecer o restablecer la comunión entre las almas y los seres, y entre estas almas y el Universo en general. Quiero simplemente llegar a la conclusión de que somos pequeñas células del Universo, y que solo esta comprensión nos pondrá en condición de realizar que el Universo es un gran cuerpo y que existe un alma universal que nos religa a las teorías antiguas del Anima Mundo, del África Central y del Asia, donde Brahma, el Espíritu Universal, es la base de la naturaleza y de la vida.

Pero nosotros, los hombres de hoy que conocemos tanto y estamos instruidos en toda suerte de teorías y doctrinas, no somos capaces de alcanzar una síntesis. El hombre de hoy no puede confrontar la naturaleza, el universo en general sobre un plano de síntesis. Está tan acostumbrado a considerar las cosas desde el punto de vista personal que ha perdido la facultad de conocerse a sí mismo, de comprenderse en su propia esencia, así como ha perdido la posibilidad de entrar en contacto con el alma universal.

Cuando se habla de Dios, en todas las formas de religiones, escuelas o profesiones políticas, siempre se evoca una concepción particular e nosotros mismos. Se concibe a Dios según sus propias convicciones íntimas, según sus propias ambiciones íntimas. Cada uno hace a su Dios a su manera, de acuerdo con sus intereses particulares y siempre de manera a obtener la “remisión” de los pecados o debilidades.

Dios, según nuestras concepciones es un poco como una criada para todo. Debe satisfacer todas nuestras estupideces, todas nuestras necesidades; debe perdonar todas nuestras faltas, y por encima tener piedad de nosotros.

Y nosotros, somos los gentiles pequeños mozalbetes que merecen todos estos favores simplemente porque nosotros hicimos a Dios. Él debe pagar por haber sido hecho por nosotros.

Esta concepción hace parte de todas las edades.

Sin embargo, en los tiempos más antiguos, hace unos cuatro mil años, por ejemplo, se pensaba todavía en Dios de una manera sublime. Hoy lo sublime ha desaparecido de nuestra categoría de conciencia. Se cree en Dios pero no se tiene fe. Se transige con él. Se le dice: “creo en ti si tú me haces este milagro que deseo. Creeré mucho más en ti si permites que mi voluntad sea hecha”. Si uno está enfermo dice: “Dios cúrame y te serviré de todo corazón”. No se empieza por servir. Es necesario que sea Dios el que empiece. El hombre de hoy que esté en Paris, Londres, Pekín o Washington, es pues bastante ridículo. Cree tener la fe, pretende seguir a Dios y en realidad su concepción es terriblemente personal. Ha perdido esta facultad de descubrir las esencias de la vida, no comprende ya la trascendencia de las cosas, no se da cuenta siquiera que él mismo hace parte del universo. Levanta la punta de su nariz hacia las estrellas y apenas las ve, cree que han estado colocadas ahí para acicatear su pequeña vanidad. No se percata que entre estos bellos puntitos titilantes del espacio, existe una armonía infinita, una enorme sinfonía sagrada, una esencia grandiosa que hace mover estos mundos. No ve tampoco la inteligencia superior que rige estas grandezas, como tampoco la que reina en su propio cuerpo, que hace posible lo que es, su personalidad, de la cual esta tan orgulloso.

 Escuchen su corazón latir regularmente en el fondo de su pecho, atraer y expulsar sin cesar la sangre cuya fuerza se expande en nuestro cuerpo y en todas sus células. Vean lo magnífico de este pequeño mecanismo que regula, por sí solo, toda la circulación de su sangre, vean su ritmo perfecto, escuchen su canción profunda, su trascendental poesía. Es la canción de la vida, canción de extrema inteligencia, porque es perfecta, y eso no solamente para su corazón, sino también para todo su cuerpo.

El cerebro es un motor perfecto, semejante al de un auto perfeccionado, motor maravilloso gracias al cual podemos entregarnos a retozos mentales que llamamos inteligencia, gracias a lo cual podemos facilitar el mecanismo de nuestro cuerpo. Este cuerpo, alguien dice que es el templo de Dios. Es verdad. Y es un muy bello templo, incluso si parece sin gracia a nuestro sentido estético. Siempre es maravilloso en su conjunto, porque representa una gran sinfonía idéntica a la del Universo.

Pero no nos percatamos de todas estas bellezas; estamos demasiado ocupados en satisfacer las múltiples necesidades de la vida diaria, las bajas pasiones de nuestra ignorancia, estamos demasiado ocupados en satisfacer nuestra vanidad corriente. No se tiene ya el tiempo para pensar bien.

No nos percatamos ya de la magnífica belleza que representa la vida humana en su sentido íntimo. No se tiene ya la capacidad o el deseo de descubrir el esplendor de la vida en el universo en general.

Y sin embargo, cada uno de nosotros, estoy seguro, ha pasado por diversas escuelas de creencias místicas o religiosas. Algunos han leído la Biblia 5 o 6 veces, otros la “Doctrina Secreta” numerosas veces sin comprender nada tal vez, otros han usado sus ojos en enormes libros de la Cábala u otras especialidades, en fin, casi todos, poseen un conocimiento apreciable respeto a las diversas metafísicas y, sin embargo, ¿Qué queda de todo ello si hacemos el balance? Queda una cantidad ilimitada de dudas, de incertidumbres, y sobre todo una confusión deplorable. Se quisiera hacer una síntesis pero no se puede, primeramente porque nuestra inteligencia no está capacitada, y segundo porque nuestro corazón no ha sido cultivado para este propósito. No sabe hacer sino personalismo, en la escuela, en la universidad, en la Iglesia, por doquiera se rinde culto a la personalidad. Se ha querido amplificar sus conocimientos pero siempre con el objetivo de aumentar, ya sea unos poderes personales, una autoridad o su vanidad propia. Nunca ha sido para purificar nuestro corazón, y todavía menos para dar a nuestra vida un sentido trascendental.

Queríamos elevarnos a Dios. Pero ¿Qué es Dios? ¿Lo sabemos acaso? No. Se tiene solo una concepción muy vaga, y cuando es un poco definida, siempre es en un sentido personal y egoísta.

Las gentes devotas que adoran a su divinidad, sus ángeles, su panteón místico, olvidan esta misma divinidad o los santos que invocan tan pronto salen del templo y se aplican entonces a ser unos encantadores diablitos, tan pronto se trata de defender sus intereses. No se recuerda jamás de Dios o de las bellas teorías éticas tan pronto se trata de satisfacer sus propias ambiciones. La religión deja de existir, se la olvida totalmente. Hay pues un fallo en la naturaleza humana tan pronto se trata de defender intereses, egoísmo o ambiciones. Pero hay un fallo también del lado de la religión o de la filosofía que no logran trasformar el corazón del hombre, polarizar su espíritu, elevarlo hacia unos planos superiores. El hecho de creer en algo, no es todavía justificar su existencia, y el hecho de que uno imponga una creencia no es garantía de que todos los problemas de la vida estarán resueltos. Por cierto, lo vemos hoy en la hora en la cual vivimos, el mundo está podrido de problemas ¿Y que hacen las religiones? ¿Qué hacen los sistemas metafísicos? Están ahí, naturalmente, pero ¿Qué hacen para resolver los agudos problemas del hombre? Quizás estén haciendo algo en realidad, pero entonces reconozcamos todos, que no es muy eficaz, porque hoy estos problemas rebasan la envergadura moral del hombre, y también la capacidad de su inteligencia. La prueba es que el hombre no es capaz de resolver las cuestiones que le plantean la economía, lo social, la ideología. Chapotea en unas ideas ambiciosas y puramente interesadas. Vivimos un reino de personalismo y ahí radica nuestra verdadera deficiencia.

Es la causa de todas nuestras miserias. Debemos volver al universalismo, debemos hacer profesión de fe, no solamente en lo intelectual sino en lo hondo de nuestros corazones, de vuelta a nuestra patria celeste, es decir reanudar buenas relaciones con el “Cielo” como dirían los cristianos. Yo digo reanudar buenas relaciones con el Universo. Volver en fin al verdadero sentido de la vida. Solamente así nuestros corazones cogerán un calor trascendental, nuestras inteligencias se volverán normales, nuestra conciencia podrá recordarse que no pertenece únicamente a la tierra, que no debe ser limitada por fronteras y que no está destinada a animar unos soldados cuyo papel es matar gentes en cada generación.

Entonces solamente, tal vez, aprenderemos a vivir verdaderamente.

 Pr. OM Lind-Schernrezig

 K.H.