LA NOVENA SINFONIA DE BEETHOVEN

Mario ROSO DE LUNA

beethoven

 

 

Es de interés para nuestros propósitos, el que se nos permita detenernos un momento acerca de la génesis literario-musical de la última Sinfonía Beethoviana.

Ya hemos dicho al hablar de Weber y de la literatura romántica, que Federico Schiller, el Goethe de los humildes, de los atormentados, el precursor de Heine, había ejercido siempre con sus misteriosas poesías dulces gran influencia en la mente de Beethoven. “Quien, después de haber oído una de las sinfonías de éste, lea las cartas de Schiller sobre la educación estética, dice Lickefett, reconocerá que el idealismo alemán jamás tomó tan alto y temerario vuelo como en aquellas obras”.

El músico supo enlazar con el poeta su destino, y del consorcio de dos artes tan supremas, ha surgido El Himno de la Humanidad, que es como siempre debería llamarse a la letra y la música de la Novena Sinfonía. Pero hay mucho que anotar respecto de ella que aún no se ha dicho, preocupados los escritores y el público sólo por la sublimidad de la partitura.

“En 1784, añade Lickefett, entabló Schiller estrecha amistad con cuatro admiradores suyos: Koerner, padre del que luego fue célebre bardo de la guerra de la independencia; Huber, y sus dos compañeras las hermanas Stock, residentes en Leipzig; y aceptando su hospitalidad generosa, abandonó el poeta para siempre a Manheim, pueblo donde le amargaron la vida multitud de contrariedades y apremios pecuniarios, como luego a Wagner. A los pocos días se hallaba ya Schiller en el mejor de los mundos, al lado de sus nuevos amigos, en medio de la más santa y franca de las intimidades que pueden hacer que el hombre bendiga a la Humanidad de que forma ínfima parte, en lugar de maldecirla. La generosidad y amor de aquellos hombres, en efecto, alejaron del poeta los bajos cuidados todos de la existencia, dejándole vivir en el puro cielo de su excelso espíritu durante aquellos los más tranquilos años de su vida, cual no los había experimentado el infeliz ni aún en su propia infancia. Este calor fraternal, esta amistad santa, esta disposición de ánimo hacia cuanto hay de verdaderamente humano y no animal en el hombre, inspiraron, pues, al noble Schiller, las estrofas inmortales de su himno “A la alegría” (An die Freude), himno cuyo verdadero título es “A la voluptuosidad” en el más purísimo, transcendente y originario sentido de la palabra: no en el degrado que tiempos posteriores la diesen.

No es indiferente este serio asunto. Voluptuosidad, en lengua latina, es más que alegría ordinaria, pues que es alegría trascendente y pura; voluptuosidad, en la lengua romance, es algo bajo, casi obsceno... La primera es alimento de los dioses y de los grandes místicos, pues que equivale a éxtasis, amor trascendente, delirio divino; la segunda es indigna hasta de los hombres… pues conviene no olvidar nunca, tratándose de asuntos elevados, que en todas cuantas palabras de las lenguas neolatinas se hace referencia a los incomprendidos conceptos filosóficos de la antigüedad sabia, ha sido vuelto sencillamente del revés su primitivo significado, para hacer verdadero aquel profundo aserto hermético de Blavatsky de que “los dioses de nuestros padres son nuestros demonios”. Es decir que respecto a tales palabras, si bien se ha conservado el cuerpo, o sea la forma, se ha perdido del modo más lastimoso el espíritu. Por eso todas las palabras neolatinas de dicha índole filosófica, como hijas que son de una lengua sabia perdida, cuyo espíritu se perdió también, son meros cadáveres, y como tales cadáveres han de ser consideradas y reconstituidas en su significado original por el verdadero filósofo. Tal sucede con la palabra “voluptuosidad”, “voluptuoso”, y sus afines.

Con aquella primitiva significación trascendente tomada, la sublime oda de Schiller “An die Freude”, a “A la Voluptuosidad de dioses”, el supuesto canto de “a la alegría”, adquiere desconocido vigor y un relieve excelso, cual sucede siempre cuando a los buenos aceros damasquinos se los limpia de la herrumbre de los siglos; porque aquella composición del mejor de los líricos alemanes, parece un himno arrancado a los Vedas o a los Eddas sagrados, no siendo ya de extrañar, por tanto, el que Beethoven la tomase por tema de inspiración musical para la más ciclópea de sus obras, donde por vez primera en la historia del arte se hace elemento sinfónico a la voz humana, como prólogo verdad del moderno drama lírico wagneriano. Séanos, pues, permitido el glosar la divina oda, oda del éxtasis más legítimo, el éxtasis único del amor a la Humanidad, así, con mayúsculas.

“Oh voluptuosidad, la más bella refulgencia divina, hija del Elíseo. Ebrios de emoción osamos penetrar en tu santuario cantando: -- Tu mágico efluvio anuda los santos lazos que el trato social, despiadado y cruel, osara romper un día… ¡Todos los hombres son hermanos; todos son “uno” bajo la égida protectora!”

Y el coro contesta:  ¡Miríadas de miríadas de seres pobláis el mundo y pobláis sin duda los Cielos sin limites: facetas innúmeras de un solo, único e inconmensurable Logos, yo os estrecho contra mi corazón! … ¡Un inmenso abrazo para el Universo entero! ¡Hermanos, hermanos míos, alegraos; todo se une y todo conspira al Santo Misterio, y aquí, en nuestro ser, y allá, y doquiera, tras la bóveda estrellada, un Padre-Madre amante nos cobija a todos!... ¡Que todo cuanto pulula en el ámbito de la Tierra y del Espacio, rinda su homenaje a la simpatía del Gran Misterio Teológico! ¡Ella, en progreso sin fin, nos eleva hacia los astros per adspera as astra, donde existen sin duda mundos más excelsos!”

Como Krishna, como Budha, como Jesús, como la misma Revolución francesa, Schiller y Beethoven, unidos por el divino lazo de un arte sin fronteras, no han enarbolado otra bandera que la del dogma humano único: ¡La Fraternidad Universal!