¿PUEDE USTED DECIR QUE VIVE?
Parece como si hubiera una escala ascendente de valores en la vida, y como si en ella, alguno de sus peldaños, una línea - acaso borrosa y difusa - señalase el límite indeciso, pero real, entre el “vivir” y el mero “existir”. Más arriba de ese vaporoso límite se “vive”, más abajo se “dura” nada más.
Muchas veces, oyendo a la gente hablar de la “vida”, he experimentado cierta perplejidad. Dícese que los norteamericanos no saben vivir. En cambio, los franceses…. ¡ah, los franceses! O los húngaros, o los polacos, o los portugueses… esos sí, esos poseen a la perfección el arte supremo de vivir. Mas se da el caso peregrino de que cuando pregunto qué se entiende por vida, nadie me ofrece una definición satisfactoria.
¿Qué es vivir intensamente la vida? ¿Qué nos auguran los sociólogos profetas al prometernos un nuevo género de vida? Está fuera de toda duda que no se refieren a una nueva calidad de vida que nadie haya tenido jamás la fortuna de conocer, sino a una extensión o amplificación que haga partícipe a toda la humana especie de aquellas calidades de la vida que, generalmente han sido hasta ahora privilegio de los menos, y sólo por excepción, estuvieron al alcance de los más.
¿Cuál es la verdadera esencia de ese decantado bien y cómo puede hacerse partícipe de él a mayor número de personas? ¿Podemos detener, apresar, esa cosa cambiante y huidiza que es la vida, para examinarla con detenimiento?
¿En qué consiste la felicidad consiente, el bienestar del alma y del cuerpo? Voy a exponer aquí hechos observados y contrastados por mí. Voy a explicar por qué unas veces me parece que “vivo” y otras se me antoja que no haga más que “existir”, “durar”. Mi visión y mi concepto de lo que es la vida - la vida realmente plena - se fundan en mi propia existencia. Y conste que es opinión arraigada mía, la de que, en asuntos de esta índole, la única fuente de conocimiento es uno mismo. Ignoro lo que significa la vida para los demás. Pero sé cómo la veo y la juzgo.
Todas las mañanas tomo apresuradamente el café con leche y leo con no menos premura los titulares del periódico; pregunto por el paradero de mi impermeable; salgo para la oficina, etc., etc. Esos son los datos escuetos y positivos de mi existencia. Abramos dos columnas en el libro de nuestro vivir. Asentamos en una, como sumando las horas “vivas”; en la otra, como sustraendos las horas “muertas”. Apliquémonos enseguida con paciente y sincero esfuerzo, a descubrir lo que da a unas horas esa condición de “vivir”, lo que imprime a las otras sello de muerte y esterilidad. ¿Hallaremos, en ese análisis la puridad, la verdad íntima y esencial de la vida? Si le preguntamos a un poeta, nos dirá que no. Yo, que soy un simple tenedor de libros y solo hago versos en mis horas de ocio, me atrevo a decir que sí.
Al hojear mis apuntes, encuentro en ellos una clasificación que he ido haciendo de mis estados de espíritu. En once de ellos me siento vivir; en cinco sólo percibo que “duro”. Huelga decir que en esa lista no figuran más que aquellos estados que yo llamaría principales. A más de ellos, podrían citarse una serie de estados secundarios que son demasiado oscuros para mi escasa capacidad analítica. He aquí los once que yo marcaría con el signo de sumar:
Me siento vivir cuando creo algo; mientras escribo este artículo, por ejemplo; o dibujo un objeto, o elaboro una teoría económica, o construyo un estante de libros, o pronuncio un discurso.
El arte me infunde una corriente tumultuosa de vida. Leyendo una buena novela o una poesía inspirada; escuchando una ópera, o contemplando un hermoso cuadro, un edificio monumental y, sobre todo, un puente de aérea y graciosa traza, siento correr por mis venas el mismo calor que encendía y aceleraba el pulso del artista mientras ejecutaba esas obras. Hay ocasiones, no obstante, en que entre la obra y mis sentidos se interpone espesa, impenetrable cortina, que me impide aquilatar su mérito o su belleza.
Las montañas, el mar, las estrellas - tema inagotable de mil poetas - me producen como un claro renuevo de vida. Como ocurre con una obra de arte, el fenómeno no se verifica de un modo automático e instantáneo, sino poco a poco. Tengo que vencer, por ejemplo, cierta antipatía que me inspira el mar, antes de sentirme ganado por la emoción de su fuerza y su grandeza.
El amor es vida, vida intensa y desbordante. También en la amistad hallo incremento de vida.
Siendo mi vida estimulada por una charla amena, por una discusión inteligente. El comercio de las ideas es, al menos para mí, fuente de vitalidad.
Siento acrecentarse también el ritmo de mi vida en presencia de un peligro, como cuando escalo una montaña.
El espectáculo del dolor verdadero me llega a lo más “vivo” del alma.
Vivo estoy, vivo me siento, cuando juego; sobre todo cuando, bajo la vigorizante caricia del aire libre, nado o patino, esquío, o bailo, o conduzco un auto, o recorro a pie campos y bosques.
Siéntese uno vivir cuando acalla el hambre comiendo, cuando hunde los labios abrasados en la clara linfa de un manantial, al término de la ascensión a empinada cumbre.
Se vive cuando se duerme. Un sueño tranquilo y reparador, después de un día de actividad al aire libre, nos hace sentirnos vibrar sordamente como una dinamo. Y soñando nos convencemos de que vivimos.
Y cuando me río espontánea y alegremente, entonces también siento palpitar en mi ser las fuerzas de la vida.
Y, encontraste y oposición a esas formas de vivir, encuentro cinco maneras de “durar”, de “existir”.
Existo, y no vivo, cuando estoy haciendo un trabajo monótono y rutinario, como sumar guarismos, responder cartas, ocuparme en asuntos de dinero, leer periódicos, afeitarme, vestirme, viajar en tranvía o subir y bajar en ascensores, comprar en las tiendas.
Duro, y no vivo, en un acto social; en un té, en un banquete, soportando la lata de gentes frívolas, divagando aburridamente sobre el tiempo.
Duro, y no vivo, mientras como o bebo a pesar de estar harto, mientras duermo con el pesado sueño del ahíto; en fin, cuando tengo los sentidos embotados. Y la mayor parte del tiempo que paso enfermo, tampoco vivo: no hago más que existir.
Las cosas que uno ve constantemente: las calles por donde se transita a diario, las casas, las habitaciones, los muebles, los trajes… todo eso lo hunde a uno en un tedioso vegetar. Lo feo, tal y como nos sale al paso en un matadero municipal o en los tugurios de un barrio pobre, me produce enervadora impresión.
Tampoco vivo cuando me dejo dominar por la cólera. Solo “existo” mientras forcejeo en las mallas de una disputa, o me afano en deshacer un equívoco, dando traspiés, a tientas, por el retorcido laberinto por donde serpentea, tenue y escurridizo, el hilo de las “explicaciones” y las “aclaraciones”.
Así pues, yo distingo el “vivir” del” existir”. Es preciso convenir en que el vivir no es, a menudo, más que un estado espiritual casi independiente del medio físico o de la ocupación. Uno puede sentirse de pronto henchido de vida - digamos, en la primavera – a pesar de estar rodeado de cosas que resumen vejez y monotonía, falta de todo incentivo por completo.
Pero esos brotes esporádicos de vitalidad son enteramente anómalos. Existen causas precisas y constantes que condicionan el “vivir” y el “vegetar”. Por lo menos en mí se dan con toda nitidez. Creo firmemente que sabría arreglármelas muy bien para “vivir” – en ciertos momentos - dos veces más que ahora, si lograse redimirme de las cadenas de la necesidad económica.
He llegado hasta a hacer un cómputo aproximado del tiempo que “vivo” y de aquel en que me limito a “existir”, a “durar”. Así, por ejemplo, veo en mis apuntes que de las 168 horas de una semana solo he “vivido” unas 40, o sea, algo menos de la cuarta parte. En ellas están comprendidas unos cuantos ratos de trabajo creador, un paseo dominical por los bosques, varios accesos de auténtica hambre, algunas horas de sueño profundo, tres docenas de páginas de lectura estimulante, dos de los cuatro actos de un drama, un trozo no muy largo de una película y ocho horas que pasé discurriendo con unos amigos.
Presumo que las mismas causas que en mí obran ese acrecentamiento de vida, producen igual efecto en los demás. En términos generales puede decirse que la salvación de cada uno está íntimamente ligada a la del resto de la humanidad, y que nuestro índice vital aumenta con el de la totalidad de nuestros semejantes.