Editorial
Sobre la vida y la muerte.
Aún cuando la humanidad avanza lentamente por la vía del progreso, es cosa cierta que la inmensa mayoría de los seres vivientes marchan a través de la vida como en medio de una noche oscura, ignorándose el hombre a sí mismo y sin saber nada del verdadero fin de la existencia.
La razón humana esta velada por espesas nieblas. Los rayos de la verdad sólo llegan a ella pálidos, debilitados, impotentes para iluminar las sendas tortuosas por donde marchan innúmeras legiones y para hacer brillar ante sus ojos el verdadero ideal.
Ignorando sus destinos, fluctuando sin cesar entre la preocupación y el error, el hombre a veces maldice la vida.
Abrumado bajo su carga, cree que el prójimo es la causa de las penas que sufre, no percatándose que casi siempre su origen o causas obedece a su ignorancia e imprevisión
La materia es la soberana de nuestro mundo. Nos doblega bajo su yugo, limita nuestras facultades, detiene nuestros impulsos hacia el bien y nuestras aspiraciones a lo ideal. Para discernir el por qué de la vida para vislumbrar la ley suprema que rige a las almas y los mundos, es menester librarse de esas pesadas influencias, desprenderse de las preocupaciones de orden material y de todas las cosas pasajeras y mudables que ocupan inútilmente nuestro ser íntimo oscureciendo nuestros juicios.
Elevando nuestro pensamiento, más allá de los horizontes de la vida, es cómo podemos buscar la verdad. Abandonemos un instante este globo terráqueo y subamos a esas infinitas cumbres de los infinitos espacios.
Desde su cima veremos desplegarse el inmenso panorama de las edades sin cuento y de los espacios sin fin. Ante el espíritu deslumbrado aparece el orden majestuoso que rige el curso de las existencias y la marcha de los Universos.
Desde esas radiantes alturas la vida ya no es a nuestros ojos, como a los del vulgo, la vana presunción de efímera satisfacciones, sino un medio de perfeccionamiento intelectual, de elevación moral, una escuela donde se aprenden el Amor, la Caridad y el Deber.
Y para que esta vida sea eficaz, no puede ser única. Fuera de sus límites antes del nacimiento y más allá de la muerte, vemos, en una especie de penumbra, desenvolverse una multitud de existencias a través de las cuales, y al precio del trabajo y del sufrimiento, hemos conquistado paso a paso y con gran dificultad el saber y las cualidades que poseemos.
La inmortalidad, semejante a una cadena sin fin, se desarrolla para cada uno de nosotros en la inmensidad de los tiempos.
Cada existencia es un eslabón que se une hacia atrás y hacia adelante con un eslabón distinto, con una vida diferente, pero solidaria de las demás.
El porvenir es la consecuencia del pasado ¡Cada cuna es la consecuencia de experiencias prenatales, por decir así, y de cada tumba surge la aurora de novísimas experiencias vitales!
De grado en grado el ser se eleva y se engrandece. Artífice de su propio destino, el alma libre y responsable elige su camino, y si ese camino es malo por las caídas que ha de sufrir, las piedras y las zarzas crueles que lo destrozaran, tendrán por efecto que desarrollar su experiencia y fortificar su pensamiento. Ni la existencia, ni el trabajo, ni el dolor terminan donde empieza una tumba!
Si el agitado sueño de la vida no es el reposo, no lo es tampoco el profundo de la muerte.
No es el ser inanimado, inerte y frío, la actitud inmóvil de un descanso eterno. Si vivir es movimiento, morir es variar de movimiento; es terminar una tarea impuesta de existencia para emprender otra como consecuencia de la anterior y de una manera. Es el fin de una jornada que conduce a un progreso inevitable.
Morir es desviar la visión del nervio óptico que transmite la imagen; es romper el pensamiento a través del cráneo que lo contiene; es eliminar la voluntad del músculo que obedece; es despejar la memoria de las densas brumas de la materia; es dar amplitud a la materia sujeta a ondulaciones limitadas; es, en fin, emanciparse íntimamente de la esclavitud de una organización por naturaleza incompleta, fatal y transitoria.
Termina cierto modo de ser, se rompe una unión, se adquiere la manera esencial de estar. En fin, se despierta a una nueva realidad antes desconocida para nosotros, pero que no es sino la continuación de lo que antes llamábamos “la vida”, porque estabamos familiarizados con ello.
La materia sin fuerza impulsiva que la mueva, que la renueve y sostenga, cae para continuar su elaboración en transformaciones naturales. Diferentes ritmos de una misma experiencia, diversas modalidades de una idéntica epopeya, tal es la diferencia latente entre la vida y la muerte.
La mente, ese ser interno nuestro, ese poder eterno que se agita independiente del tiempo y del espacio, vuela, se apresura a experimentar la vida en estados de consciencia más profundos, con conocimientos más vastos y virtudes más grandes, confundiéndose cada vez más con la esencia infinita de la vida.
Donde naciera la nada por cesar una vida, se hiciera un vacío donde está lleno todo ¿Cómo puede acabar en nada lo que tanto fue como la vida? Antes más, la vida es fuente de eterna vida, pues multiplica la potencia que anima volviéndola más consciente, más significativa, más trascendental!
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Publicado originalmente en el Órgano de Difusión de la Gran Fraternidad Universal (Blanca):
Renacimiento Espiritual
Volumen 1 – Año 1 – No.2. - Septiembre de 1935