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VISITA DE PEREGRINO A BEETHOVEN

Por: Richard Wagner (1840)

Del Libro: Escritos y Confesiones. Editorial Labor, S.A. Barcelona, 1973
Título de la Edición Original: Ausgewahlte Schriften

Para quienes gustan ahondar sus pasos en los senderos iniciáticos, para lo cual se hace imprescindible su tránsito en asocio de un auténtico Guía Espiritual, se percatan cada día más y mejor, a medida que se progresa en dicho sendero, del lazo profundo, sutil  y esencialmente trascendental que se verifica entre el Maestro y su Discípulo, un vínculo que supera con creces cualquier otro imaginable y que rebosa desde luego los lazos filiales. El presente artículo, publicado en vida por el Genio musical Richard Wagner en forma de fascículos, permite vislumbrar en forma exquisita, sublime, amena, sencilla y majestuosa el vínculo Maestro – Discípulo del que venimos hablando. Quienes tienen oídos para oír sabrán comprender perfectamente esta exposición, legado espiritual para la Humanidad de la Nueva Era. El presente artículo será publicado en 6 entregas.

Revista ARIEL 

 


Miseria y angustia, tú, diosa protectora del músico alemán, si es que este no se ha convertido aún en director de orquesta de un teatro cortesano, miseria y angustia, ¡sea también para ti mi primera y más elogiosa mención en esta evocación de mi vida! ¡Deja que te cante, fiel compañera de mi vida! ¡Me fuiste fiel y nunca me abandonaste, con mano firme alejaste de mí el infortunio sarcástico, me has protegido contra las miradas hirientes de la fortuna! Con negras sombras me has ocultado siempre los fatuos tesoros de esta tierra:

¡Gracias por tu incansable asistencia! Pero, si puede ser, búscate con el tiempo otro protegido, pues, aunque sólo sea por curiosidad, me gustaría probar como se vive sin ti. Al menos, te pido de manera especialísima que castigues a nuestros fanáticos de la política, a los locos que se empeñan por todos los medios en agrupar a Alemania bajo un cetro único ¡En tal caso sólo habría un teatro de la corte, un único puesto para los directores de orquesta! ¿Qué sería, entonces, de mis proyectos, de mis únicas esperanzas, si incluso ahora flotan, pálidas y marchitas, ante mí, ahora cuando todavía quedan tantos teatros reales en Alemania? Y, no obstante, ya lo veo: me estoy poniendo insolente. ¡Perdona, Oh diosa protectora, el atrevido deseo que acabo de formular! Tú conoces mi corazón y sabes hasta qué punto te estoy entregado y te seguiré estando entregado, aun en el supuesto de que hubiera mil teatros reales ¡Amén! Si no empiezo nada sin esta cotidiana oración mía, tampoco empezaré sin ella el relato de mi peregrinación a casa de Beethoven.

Pero pensando en el supuesto de que este importante documento pudiera publicarse después de mi muerte, considero asimismo necesario decir quién soy yo, porque, de no hacerlo, tal vez muchas cosas resultarían incomprensibles. Así, pues, sabed mundo y albaceas.

Una ciudad mediana, situada en medio de Alemania, es mi ciudad natal. No sé a ciencia cierta a qué se me había destinado; únicamente recuerdo que, una noche, escuché por primera vez la interpretación de una sinfonía de Beethoven, que, al momento sentí fiebre, caí enfermo y cuando me hube repuesto, era ya músico. Posiblemente se deba a esta circunstancia que, cuando, en el transcurso del tiempo, escuché otra música a decir verdad también hermosa, seguí, no obstante, amando a Beethoven por encima de todo, admirándole y adorándole. Yo no conocía ningún otro placer que no fuera el de sumergirme totalmente en la profundidad de este genio, hasta que, por último, llegué a imaginar que me había convertido en parte de él y, como esta mínima porción del genio empecé a sentir respeto por mí mismo, a alumbrar conceptos y opiniones superiores; en una palabra, me convertí en eso que los cuerdos llaman un loco.

Pero mi locura era de naturaleza bondadosa y no perjudicaba a nadie; el pan que yo comía en tales circunstancias era muy duro y la bebida que bebía muy acuosa, pues el dar clases particulares, entre nosotros, por lo general, no proporciona gran cosa, respetable mundo y albaceas.

Así viví por algún tiempo en mi pequeña buhardilla hasta que, un día, me vino a la mente que el hombre cuyas creaciones yo amaba por encima de todo, aún vivía. Me resultaba incomprensible no haber llegado a pensar en ello. No se me había ocurrido que Beethoven vivía, que comía pan y respiraba aire como todos nosotros; pero este Beethoven vivía en Viena y era también un pobre músico alemán...

Perdí la calma. Todos mis pensamientos giraban en torno a un único deseo: ¡Ver a Beethoven! Ningún musulmán pide con más fe ir en peregrinación a la tumba de su profeta, que yo a la pequeña habitación en que vivía Beethoven.

Pero, ¿cómo empezar para llevar a cabo mi proyecto?  Llegar a Viena suponía un largo viaje, y para ello se necesitaba dinero. Yo, pobre, apenas si ganaba lo suficiente para mantenerme con vida. Así, pues, tenía que recurrir a medidas extraordinarias si quería procurarme el dinero necesario para el viaje. Llevé al editor unas sonatas para piano, compuestas por mí mismo de acuerdo con el modelo del maestro, y el hombre me vino a decir en pocas palabras que yo estaba loco con mis sonatas; pero me aconsejó que, si realmente quería ganarme, con el tiempo, unos táleros componiendo, tenía que empezar por hacerme un pequeño nombre con galops y popurrís. Me sobrecogí; pero mi deseo de ver a Beethoven venció; compuse galops y popurrís, pero, durante este tiempo, nunca conseguí vencer la vergüenza de echar una mirada a Beethoven, pues temía no poder aguantar su vista.

Y, no obstante, para desgracia mía, ni siquiera se me pagó este primer sacrificio de mi ingenuidad, pues el editor me explicó que, antes, tenía que hacerme un pequeño nombre. Me sobrecogí y caí en la desesperación. Esta desesperación produjo algunos galops excelentes. Efectivamente obtuve dinero a cambio y, por fin, creí haber reunido el suficiente para llevar a cabo mi proyecto. Pero, mientras tanto, habían transcurrido dos años, durante los cuales estuve temiendo constantemente que Beethoven muriera antes de que me hubiera hecho un nombre componiendo galops y popurrís. ¡Gracias a Dios, él había llegado a conocer el esplendor de mi nombre! ¡Sagrado Beethoven, perdóname esta fama que hube de adquirir para poder verte!

¡Qué felicidad! ¡Había alcanzado mi objetivo! ¿Quién era más feliz que yo? Ahora, ya podía hacer mi hatillo y marchar a casa de Beethoven. Un sagrado temblor se apoderó de mí cuando traspasé las puertas de la ciudad y me dirigí hacia el Sur. De buen grado me hubiera sentado en una diligencia, no porque tuviera miedo a la fatiga de caminar (¡qué penas no hubiera soportado yo en aras de este objetivo!), sino porque, de este modo, habría llegado antes a Beethoven. Pero no había hecho lo bastante en favor de mi fama de compositor de galops para pagar el precio del transporte. Por lo tanto, soporté todas las molestias y me di por satisfecho de que éstas me llevaran a la meta ¡Oh, qué no suspiré, qué no soñé! Ningún amante que, después de larga separación, vuelve al lado de la amada de su juventud, ha podido sentirse más dichoso.

Y, así, me adentré en la hermosa Bohemia, la tierra de los arpistas y de los cantantes callejeros. En una pequeña ciudad, me encontré con una compañía de músicos ambulantes; formaban una pequeña orquesta integrada por un violón, dos violines, dos trompetas, un clarinete y una flauta, amén de una arpista y dos cantantes de bella voz. Danzaban y cantaban; la gente les daba dinero, y ellos seguían su camino adelante. En una bonita, sombreada plazuela, junto a la carretera, los volví a encontrar; se habían instalado allí y estaban comiendo. Me acerqué a ellos, les dije que yo también era músico, y pronto nos hicimos amigos. Como quiera que tocaban danzas, les pregunté, tímidamente, si acaso tocaban también mis galops. ¡Magnífico!  ¡no los conocían! ¡Oh cuanto bien me hizo esto!.

Pregunte si asimismo hacían alguna otra música bailable. – Pues claro que sí – me respondieron – pero sólo para nosotros, y no en presencia de gente distinguida. Echaron manos de sus papeles, y descubrí al momento el Gran Septeto de Beethoven; sorprendido, inquirí si también lo tocaban. - ¿Por qué no? – repuso el de más edad:  José tiene una mano mala y ahora no puede tocar el primer violín, de lo contrario al momento nos pondríamos a tocarlo para divertirnos.

Fuera de mí, cogí en seguida el violín de José, prometí hacer todo lo que estaba en mis manos para sustituirle, y empezamos el septeto.

¡Oh, qué deleite! Aquí, en una carretera bohemia, a cielo abierto, el septeto de Bcethoven tocado por músicos danzantes con una pureza, con una precisión y un sentimiento tan profundo como pocas veces por los más perfectos virtuosos ¡Gran Beethoven, nosotros te ofrecimos un digno tributo!

Nos encontrábamos en el final cuando -la carretera describía en este punto una pendiente - se acercó despacio y sin hacer ruido una elegante diligencia que, por último, se detuvo muy cerca de donde nosotros estábamos. Un hombre joven sorprendentemente alto y rubio estaba tendido en el coche, escuchó nuestra música con bastante atención, sacó una cartera y anotó algunas palabras. Acto seguido tiró una moneda de oro y continuó su viaje dirigiendo algunas palabras en inglés a su criado, de lo que deduje que tenía que ser de nacionalidad inglesa.

Este incidente nos desconcertó; por fortuna habíamos terminado la interpretación del septeto. Abracé a mis amigos y los quería acompañar cuando me explicaron que, a partir de allí, se apartarían de la carretera y cogerían un camino para regresar, por una vez, a su aldea. Si no me hubiera estado esperando el propio Beethoven, a buen seguro que los habría acompañado hasta allí. Así, pues, nos despedimos, emocionados, y nos separamos. Más tarde me vino a la mente que nadie había recogido la moneda de oro del inglés.

En la siguiente fonda, donde me detuve para fortalecer mis miembros, estaba sentado el inglés ante una buena comida. Me miró durante un buen rato, hasta que, por último, me interpeló en un alemán pasable. -¿Dónde están sus compañeros? - preguntó.

-Han vuelto a su patria chica - contesté. - Coja su violín y toque algo – prosiguió -; aquí está el dinero.

Esto me molestó; le expliqué que yo no tocaba por dinero, que, además, no tenía violín, y le expuse en pocas palabras cómo había conocido a aquellos músicos ambulantes.

- Eran buenos músicos -comentó el inglés-, y la sinfonía de Beethoven también fue muy buena.

Este comentario me chocó; le pregunté si practicaba la música.

-Yes - respondió- , dos veces a la semana toco la flauta. Los jueves toco el cuerno y los domingos compongo.

Esto era demasiado; quedé sorprendido: en mi vida nunca había oído hablar de músicos ingleses que viajaran; de aquí deduje que tenía que irles muy bien cuando podían hacer sus viajes con un equipaje tan elegante. Le pregunté si era músico de profesión.

Estuve un buen rato sin obtener respuesta alguna; por fin, manifestó muy poco a poco que tenía mucho dinero.

En seguida me di cuenta de mi error, pues era evidente que le había ofendido con mi pregunta. Confuso, guardé silencio y devoré mi frugal comida.

Pero el inglés, que me había estado observando largo rato, empezó de nuevo.

-¿Conoce usted a Beethoven? - me preguntó.

Repuse que nunca había estado en Viena y que, ahora, estaba precisamente tratando de llegar allí para satisfacer el más ferviente deseo que acariciaba: ver al admirado maestro.

-¿De dónde procede usted? – inquirió -. ¿De L ... ? (1) ¡Eso no está lejos! Yo vengo de Inglaterra y también deseo conocer a Beethoven. Los dos le conoceremos; es un compositor muy famoso.

¡Qué encuentro tan maravilloso! pensé para mí ¡Gran maestro, cuán grande es tu poder de atracción!¡

A pie y en coche se dirigen a ti! El inglés me interesaba; pero confieso que apenas si le envidiaba por su equipaje. Me parecía como si mi penoso peregrinaje a pie fuera más santo y más devoto, y que mi meta me tendría que hacer a mí más feliz que a aquel otro viajero con su orgullo y sus maneras cortesanas.

En este momento silbó el postillón; el inglés se marchó no sin decirme a gritos que él vería a Beethoven antes que yo.

Llevaba apenas algunas horas caminando, cuando, de improviso, me le encontré de nuevo. En la carretera se había roto una rueda de su coche; con la calma de un rey estaba sentado en su interior, su criado estaba de pie en la parte de atrás, pese a que el coche se inclinaba hacia un lado. Supe que estaban esperando al postillón, que había ido corriendo a una aldea bastante alejada para hacer que viniera un herrero. Ya llevaban mucho tiempo esperando; como quiera que el criado sólo hablaba inglés, me decidí a ir yo mismo a la aldea para buscar al postillón y al herrero. Efectivamente encontré al primero de los dos en una taberna, donde, a la vista del aguardiente, no se preocupaba en exceso del inglés; no obstante, pronto le llevé, con el herrero, a donde esperaba el coche averiado. El daño había sido reparado; el inglés me prometió anunciar mi visita a Beethoven, y... arrancó.

¡Cuál no sería mi sorpresa al encontrarle de nuevo, al día siguiente, en la carretera! Pero esta vez sin rueda averiada, estaba en medio del camino en perfecta calma, leía un libro y parecía satisfecho cuando me vio acercarme a él siguiendo mi camino.

-Ya llevo muchas horas esperándole - me dijo -, porque aquí se me ocurrió que había obrado injustamente al no invitarle a venir conmigo hasta la casa de Beethoven. Viajar en coche es mucho mejor que caminar. Suba al coche.

Una vez más quedé sorprendido. Por un momento pensé en si, efectivamente, debería o no aceptar la invitación del inglés; sin embargo, pronto recordé la promesa que había hecho ayer, al ver al inglés alejarse en su coche: me había comprometido, en cualesquiera circunstancias, a hacer a pie mi peregrinaje Y se lo dije a voz en grito. Ahora el sorprendido fue el inglés; no acertaba a comprenderme. Repitió su invitación, y repitió asimismo que me había estado esperando durante muchas horas, aun cuando, gracias a la concienzuda reparación de la rueda averiada, hacía ya rato que hubiera podido estar durmiendo. Yo me mantuve firme, y él se alejó, sorprendido, en su coche.

A decir verdad, yo sentía hacia él una oculta aversión, pues tenía un oscuro presentimiento de que este inglés me iba a ocasionar graves disgustos. Además, su veneración a Beethoven, así como su propósito de conocerle, me parecían más el presuntuoso capricho de un gentleman rico que la necesidad profunda, interior de un alma entusiasta. Por esto preferí escapar de él, para no malograr mi devoto deseo con su compañía.

Como si mi intuición quisiera advertirme de los peligrosos contactos que, después, habría de tener con este gentleman, le volví a encontrar, una vez más, aquella misma tarde; había detenido su coche delante de una fonda y, a lo que parecía, me esperaba, pues estaba en su coche, sentado de espaldas a éste, y miraba hacia la carretera por donde yo venía.

-Usted - me interpeló -, le he estado esperando, otra vez, durante muchísimas horas ¿Quiere usted venir conmigo a ver a Beethoven?

Esta vez, a mi asombro se vino a sumar un oculto horror. Aquella terca insistencia en atenderme sólo me la podía explicar pensando en que el inglés, consciente de mi aversión hacia él, quería forzar mi voluntad para desgracia mía. Incapaz de contener por más tiempo mi malestar, rechacé de nuevo su ofrecimiento. A lo que él me gritó, orgulloso: -Goddam, poco estima usted a Beethoven. ¡Yo le veré bien pronto! Y partió volando.

Ésta fue realmente la última vez que me tropecé en el todavía largo camino hasta Viena con aquel hijo de las Islas Británicas. Por fin pisé las calles de Viena; había terminado mi peregrinación. ¡Con qué sentimientos entré en esta Meca de mi fe! Había olvidado por completo todas las penalidades del largo y duro peregrinaje; había alcanzado la meta: me encontraba entre los muros que albergaban a Beethoven.

Estaba demasiado emocionado para pensar en poner en práctica, de inmediato, mi propósito. Es cierto que lo primero que hice fue preguntar dónde vivía Beethoven, pero sólo para instalarme cerca de él. Casi frente por frente a la casa donde vivía el maestro, había un hostal no excesivamente lujoso; me alquilé una pequeña habitación en la quinta planta de dicho hostal y allí me preparé para el gran acontecimiento de mi vida: la visita a Beethoven.

Después de descansar, ayunar y rezar por espacio de dos días. y cuando aún no había visto de cerca la ciudad de Viena, me arme de valor, abandoné el hostal y me dirigí a la extraña casa situada enfrente, en sentido oblicuo. Se me dijo que Herr. Beethoven no estaba. Esto me vino muy bien, pues tuve tiempo para empezar a prepararme de nuevo. Pero al recibir la misma respuesta por cuatro veces consecutivas aquel mismo día, y por cierto en un tono en que un si es un no misterioso, lo consideré un día de infortunio y renuncié, descorazonado, a la visita.

Cuando decepcionado regresé a mi hospedería, mi inglés me saludó desde el primer piso, en un tono más bien jovial.

-¿Ha visto usted a Beethoven? - me gritó.

-Aún no; no estaba en casa - le respondí, sorprendido de este enésimo encuentro con él.

En la escalera me crucé con él, y me invitó con insistente amabilidad a que le acompañara a su habitación.

- Señor - me dijo -, hoy le he visto ir cinco veces a casa de Beethoven. Yo llevo ya muchos días aquí y me he instalado en este miserable hotel para estar cerca de Beethoven. Créame, es muy difícil ver y hablar con Beethoven; este caballero está cargado de manías. Al principio fui seis veces a verle, y otras tantas fui despedido sin haber conseguido mi propósito. Ahora me levanto muy temprano y me siento junto a la ventana hasta bien tarde, para ver cuándo sale Beethoven. Pero, a lo que parece, el caballero no sale nunca.

- Entonces ¿cree usted que Beethoven estaba también hoy en casa y dio instrucciones de que se me despidiera? - grité confundido.

- Se entiende, tanto usted como yo hemos sido rechazados. Y esto es muy desagradable, pues yo no he venido a conocer Viena sino a Beethoven.

Ésta era una noticia muy dura para mí. Y, no obstante, al día siguiente volví a probar fortuna, pero todo fue en vano: las puertas del cielo estaban cerradas para mí.

El inglés que observaba con tensísima atención, desde su ventana, mis baldíos intentos, había llegado a enterarse a ciencia cierta, a fuerza de ir preguntando aquí y allá, que Beethoven no vivía en la calle. Era hombre de muy mal humor, pero ilimitadamente terco. Mi dinero se acabó pronto, pues a buen seguro yo tenía para ello más motivo que él; había transcurrido lentamente una semana sin que hubiera alcanzado mi objetivo, y los ingresos que me proporcionaran mis galops no me permitían en modo alguno permanecer mucho tiempo en Viena. Poco a poco, la desesperación se fue apoderando de mí.

Manifesté mi pesar al dueño de la hospedería. Sonrió éste y me prometió terminar con el motivo de mi infortunio, bajo promesa mía de no traicionarle ante el inglés. Intuyendo mi mala estrella, hice la promesa que se me pedía.

- Ve usted - me dijo entonces el honesto hospedero -, aquí vienen muchísimos ingleses a ver y conocer al señor Beethoven. Pero esto molesta enormemente al señor Beethoven, y tiene tal colérico horror a la impertinencia de estos caballeros, que hace limpiamente imposible a todo extranjero llegar hasta él. Es un señor extraño y hay que perdonárselo. Por lo que respecta a mi hospedería, esto no es ninguna molestia, pues normalmente está ocupada por buen número de ingleses que, ante la dificultad de poder hablar con el señor Beethoven, se ven obligados a ser mis huéspedes por más tiempo del que, de lo contrario, requeriría el caso. Como quiera que, no obstante, usted me promete no delatarme ante estos señores, confío en dar con un procedimiento para que pueda usted llegar hasta el señor Beethoven.

Esto era muy edificante; así, pues, yo no conseguía mi objetivo porque, pobre demonio, pasaba por inglés! ¡Oh, mi presentimiento estaba justificado, el inglés era mi desgracia! Por un momento quise marchar del hostal, pues, en cualquier caso, todo el que se alojaba allí era tenido por inglés, por lo que el anatema caía también sobre mí. No obstante, me contuvo la promesa del hospedero de que me proporcionaría una oportunidad para ver y hablar con Beethoven. Mientras tanto, el inglés, al que despreciaba en lo más profundo de mí mismo, había tramado toda suerte de intrigas y sobornos, pero siempre sin resultado positivo.

Así transcurrieron asimismo algunos días baldíos, durante los cuales se redujo visiblemente el producto de mis galops, cuando, finalmente, el hospedero me confió en secreto que si me dirigía a una cervecería, donde Beethoven solía estar casi todos los días a una determinada hora, no se me escaparía. Al mismo tiempo, mi asesor me proporcionó referencias infalibles sobre la personalidad del gran maestro, referencias que me permitirían reconocerle. Me reanimé y decidí no dejar para mañana mi suerte. Encontrarme con Beethoven, cuando éste salía de su casa, me resultaba imposible, pues siempre la abandonaba por una puerta trasera; así, pues, no me quedaba otro recurso que el de la cervecería con jardín.

Desgraciadamente, tanto éste como los dos días subsiguientes busqué allí al maestro en vano. Por fin, al cuarto, cuando, una vez más, encaminaba mis pasos a la funesta cervecería, a la hora fijada, hube de reconocer con gran desesperación de mi parte que el inglés me seguía a distancia, cauteloso y pensativo. Al desgraciado, apostado continuamente junto a su ventana, no le había escapado que cada día, a una hora determinada, yo marchaba en la misma dirección; esto le había chocado y, presumiendo a la vez que yo había descubierto una pista para llegar hasta Beethoven, había decidido sacar provecho de este presunto descubrimiento mío. Él mismo así me lo contó todo con la mayor naturalidad y me explicó, al mismo tiempo, que estaba dispuesto a seguirme a todas partes. Inútil fue mi empeño en escapar de él y hacerle creer que mi único propósito era acudir a una vulgar cervecería para reponer fuerzas y que el local era demasiado pobre para merecer la atención de un caballero como él: persistió, inamovible, en su decisión, y yo maldije mi sino. Por último probé con descortesía y traté de alejarle de mi lado con malas maneras; pero, lejos de desistir de su idea, se limitó a contestar con una leve sonrisa. Idea suya era ver a Beethoven; todo lo demás no le interesaba.

Y, en verdad, este día tenía que ocurrir que, por fin, yo viera por primera vez al gran Beethoven. No hay palabras capaces de expresar mi entusiasmo pero, también, mi cólera cuando, sentado al lado de mi gentleman, vi acercarse al hombre cuyo porte y aspecto exterior coincidían totalmente con la descripción que de su físico me esbozara el hospedero. El largo gabán azul, el cabello gris, rebelde y revuelto, pero, sobre todo, las facciones, la expresión del rostro, tal como se habían mostrado largo tiempo a mi imaginación de acuerdo con un buen retrato. No había error posible: ¡le había reconocido al primer instante! Con paso corto y decidido pasó junto a nosotros; el sobresalto y un respetuoso temor atenazaban mis sentidos.

El inglés no se perdió ninguno de mis movimientos; con mirada de curioso contempló al recién llegado, el cual se retiró al rincón más alejado del jardín aún vacío a aquella hora, hizo que le sirvieran vino y, luego, permaneció durante un rato en actitud pensativa, las manos apoyadas sobre su bastón. Mi corazón, que latía con fuerza, me estaba diciendo: ¡él es! Por unos momentos me olvidé de mi vecino y contemplé con ávidos ojos y con indecible emoción al hombre cuyo genio acaparaba por completo mis pensamientos y sensibilidad desde que aprendí a pensar y sentir. Sin darme cuenta, empecé a hablar en voz baja conmigo mismo y caí en una especie de monólogo que concluyó con estas decisivas palabras: Bcethoven, ¿eres tú ése a quien estoy viendo?

Nada escapó a mi incorregible vecino, el cual, inclinado sobre mí, había escuchado con la respiración contenida mi murmurar. De mi profundo éxtasis me arrancaron con sobresalto las palabras:

-¡Yes, este caballero es Beethoven! ¡Venga usted y presentémonos a él en seguida!

-¡Yes, este caballero es Beethoven! ¡Venga usted y presentémonos a él en seguida!

Lleno de miedo y profundamente disgustado, sujeté al condenado inglés por el brazo.

-¿Qué pretende usted? – grité -: ¿Quiere comprometernos aquí, en este lugar, sin respeto alguno a los buenos modos?

- ¡Oh -repuso él -, ésta es una excelente oportunidad; no nos será fácil encontrar otra mejor!

Y, diciendo esto, sacó del bolsillo una especie de libreta de apuntes y se dispuso a marchar con decisión hacia el hombre con el gabán azul. Fuera de mí, sujeté al atrevido por el faldón de la levita y le grité con fuerza:

-¿Está usted endemoniado?

Este incidente había atraído la atención del forastero. Con un sentimiento de pesar parecía como si adivinara que él era el objeto de nuestra excitación y, así, después de vaciar rápidamente su vaso, se levantó con ademán de marchar. Tan pronto como lo advirtió el inglés, se soltó de mí con tal violencia que me dejó en la mano uno de los faldones de su levita, y se puso delante de Beethoven. Este trató de esquivarle, pero el indigno sujeto se le anticipó; le hizo una pomposa reverencia de acuerdo con los cánones de la última moda inglesa y le habló en los siguientes términos:

-Tengo el honor de presentarme al muy famoso compositor y muy respetable señor Beethoven.

No tuvo necesidad de añadir nada más, pues, tras las primeras palabras y después de echarme una mirada, Beethoven se volvió con un rápido salto lateral y desapareció del jardín con la rapidez del rayo. No obstante, el terco británico siguió en su idea de correr tras el huido cuando, en un movimiento de rabia, me así al faldón que aún conservaba su levita. Un tanto molesto, se detuvo y gritó en un tono extraño:

-¡Goddam! ¡Este caballero es digno de ser inglés! ¡Es en verdad un gran hombre y no perderé la oportunidad de conocerle!

Quedé petrificado; este desgraciado incidente venía a destruir todas mis esperanzas de ver cumplido el más ferviente deseo de mi corazón.

De hecho comprendí que, de ahora en adelante todo paso que diera para acercarme a Beethoven por un procedimiento normal resultaría por completo estéril. Dadas las pésimas condiciones de mi economía, no me quedaba otra alternativa que emprender de inmediato el regreso a mi patria, o hacer un último desesperado intento por conseguir mi objetivo. Ante la primera idea, me sobrecogí hasta lo más profundo de mi alma ¡Quién, encontrándose tan cerca de las puertas del supremo santuario, podía ver cómo éstas se cerraban para siempre, sin quedar anonadado! Así, pues, antes de renunciar a la salvación de mi alma quería hacer un intento desesperado. Pero, ¿qué paso tenía que dar, qué camino tenía que seguir? Durante largo tiempo no conseguí descubrir nada factible. ¡Ay! mi consciencia toda estaba paralizada; a mi atormentada fantasía no se le ofrecía nada que no fuera el recuerdo de lo que tuve que vivir cuando sujeté con las manos al endemoniado inglés por el faldón de la levita. La mirada de soslayo que me dirigiera Beethoven a mí, desgraciada víctima de esta terrible catástrofe, no me había escapado; sentía lo que aquella mirada significaba: ¡me había tomado por inglés!

¿Por dónde empezar ahora para aplacar la cólera del maestro? Todo consistía en hacerle saber que yo era una sencilla alma alemana, llena de terrena pobreza pero, también, de sobrenatural entusiasmo.

Así, pues, me decidí al fin a vaciar mi corazón, a escribirle. Y, en efecto, ocurrió. Le escribí; le expliqué en forma sucinta la historia de mi vida, cómo me había hecho músico, cuán grande era mi admiración por él, cómo, una vez, había deseado conocerlo, cómo sacrifiqué dos años de mi vida para hacerme un nombre de compositor barato, cómo inicié y llevé a cabo mi peregrinación, qué desgracias me había acarreado el inglés y cuán triste y cruel era la situación en que ahora me encontraba. Como quiera que, con este relato de mis penas, mi corazón se sintió visiblemente aliviado, una cierta confianza se apoderó de mí bajo el efecto bienhechor de este sentimiento; en mi carta engarcé reproches decididamente atrevidos y bastante fuertes a la injusta crueldad del maestro, de la que yo, el más pobre de los pobres, había sido víctima. Por último, cerré la carta con auténtico entusiasmo; cuando escribí la dirección: «Al señor Ludwig van Beethoven», se me iban los ojos. Aún murmuré una breve plegaria y entregué personalmente esta carta en casa de Beethoven.

Cuando volví, lleno de entusiasmo a mi hotel, oh, cielos, ¿quién me puso una vez más ante los ojos al funesto inglés? Desde su ventana había observado asimismo esta mi última salida; en las facciones de mi rostro había leído la alegría de la esperanza, y esto bastaba para caer de nuevo bajo su poder. Efectivamente, me detuvo en la escalera con la pregunta:

- ¿Buenas perspectivas? ¿Cuándo veremos a Beethoven?

- ¡Nunca, nunca! - grité en mi desesperación-. ¡Usted nunca verá a Beethoven de nuevo en toda su vida! ¡Déjeme en paz, pesado, no tenemos nada en común!

-Sí que tenemos algo en común - repuso él, con sangre fría -, ¿dónde está el faldón de mi levita, sir? ¿Quién le ha autorizado a quitármelo por la fuerza? ¿Sabe que usted es culpable del comportamiento de Beethoven para conmigo? ¿Cómo podía él correcto ponerse a hablar con un gentleman, que sólo tenía un faldón en su levita?

Fuera de quicio al ver lanzada contra mí esta culpa, grité:

- Señor, usted - tendrá de nuevo el faldón de su levita; ¡consérvelo como vergonzoso recuerdo de cómo ofendió usted al gran Beethoven y precipitó en la desgracia a un pobre músico! ¡Que le vaya bien y nunca más nos volvamos a ver!

Él trató de contenerme y aplacarme asegurándome que poseía muchísimas levitas en perfecto estado; lo único que yo tenía que decirle era cuándo nos iba a recibir Beethoven. Sin detenerme, me lancé escaleras arriba a mi habitación en el quinto piso; una vez en ella, cerré y esperé contestación de Beethoven.

Pero, ¿cómo debo describir lo que ocurrió en mi y conmigo, cuando efectivamente, una hora después, recibí un pequeño trozo de papel, en el que, con mano ligera, estaba escrito:

«Disculpe, señor R..., si le ruego que me visite mañana antes del mediodía, pues hoy estoy ocupado en enviar por correo un paquete de partituras. Le espero mañana. Beethoven»?

De inmediato caí de rodillas y di gracias al cielo por esta extraordinaria gracia; mis ojos se nublaron con las lágrimas más fervorosas. Por último, el sentimiento se trocó en frenética alegría; di un salto y me puse a bailar, como un delirante, en mi pequeña habitación. No sé con certeza qué bailé; sólo recuerdo que, para vergüenza mía, de repente advertí que estaba silbando uno de mis galops. Este penoso descubrimiento me hizo recobrar la conciencia. Abandoné mi habitación, el hotel, y me lancé, embriagado de alegría, a las calles de Viena.

Dios mío, las preocupaciones me habían hecho olvidar por completo que me encontraba en Viena. ¡Cómo me cautivó el bullicioso ajetreo de los habitantes de esta ciudad imperial! Me encontraba en un estado de admiración y lo veía todo con ojos maravillados. La sensualidad un tanto superficial de los vieneses tenía para mí fresco calor de vida; la sed de placeres frívola y no muy diferenciadora me parecía natural y abierta receptibilidad para todo lo bello. Leí los cinco programas de teatro diarios. ¡Cielos! En uno de ellos descubrí que se anunciaba Fidelio, ópera de Beethoven.

Yo tenía que ir al teatro, por pobres que fueran mis reservas económicas. Cuando entré en la platea, empezaba la obertura. Era una refundición de la ópera que, con anterioridad, había sido representada en honor del agudo y sensible público vienés bajo el título de Leonore. En su segundo formato, yo no había asistido aún en parte alguna a una representación de la opera; imagínese, pues el placer que sentí al escuchar aquí, por vez primera, la hermosa nueva versión. Una joven representaba el papel de Leonore; pese a su juventud, esta cantante parecía identificada por completo con el genio de Beethoven  ¡Con qué fuego, con qué poesía, con cuán profunda emoción la representaba esta hembra extraordinaria! La dama se llamaba Schröder. Ella ha obtenido el alto honor de ofrecer al público alemán la obra de Beethoven, pues, en efecto, yo mismo pude ver aquella tarde al superficial público vienés presa del más violento entusiasmo. Por lo que a mí se refiere, se había abierto el cielo; estaba transportado y adoraba al genio que - al igual que a Florestan - me había conducido del poder y las cadenas a la luz y la libertad.

Por la noche no pude dormir. Lo que había presenciado y lo que me esperaba por la mañana era demasiado grande y demasiado impresionante para que yo lo hubiera podido transformar tranquilamente en un sueño. Permanecí en vigilia, di rienda suelta a mi fantasía y me preparé para presentarme ante Beethoven. Por fin apareció el nuevo día; con impaciencia estuve esperando la hora habitual para la visita matutina; también ésta llegó, y yo me puse en camino. Tenía ante mí el acontecimiento más importante de mi vida; la idea me hacía estremecer.

Pero aún tenía que superar una terrible prueba. Apoyado en la puerta de la casa donde vivía Beethoven, con toda su sangre fría, me estaba esperando mi demonio, ¡el inglés! El desgraciado había sobornado a todo el mundo, incluido el dueño de nuestro hotel; éste había leído el mensaje abierto de Beethoven a mí antes que yo mismo y había denunciado su contenido al británico.

Un sudor frío cubrió mi cuerpo ante aquella escena; toda poesía, todo celestial entusiasmo se esfumó; estaba de nuevo a su merced.

- Venga usted - me dijo de entrada el desgraciado - ¡Presentémonos a Beethoven!

Al principio, pretendí servirme de una mentira y hacerle ver que yo no me dirigía a casa de Beethoven. Pero al momento, él mismo me cerró toda posibilidad de huir, pues con gran cordialidad me hizo saber que se había enterado de mi secreto y me manifestó que no pensaba abandonarme hasta haber visto a Beethoven. Yo traté primeramente con buenas maneras de hacerle desistir de su propósito, ¡pero todo fue en vano! Monté en cólera, ¡pero también en vano! Por último, confié en deshacerme de él con ayuda de mis pies ligeros; como una flecha volé escaleras abajo y, como enloquecido, tiré de la campanilla. Pero antes de que me abrieran, el gentleman estaba a mi lado, me cogió por un extremo del gabán y dijo:

-¡No me huya! Me pertenece un faldón de su levita; no voy a soltarlo hasta que nos encontremos en presencia de Beethoven.

Me volví, encolerizado, y traté de desasirme de él; incluso me sentí tentado de defenderme con hechos de este orgulloso hijo de Gran Bretaña; la puerta estaba ahora abierta. La vieja portera apareció, puso una cara seria al vernos en aquella extraña situación y con un ademán hizo ver que se disponía a cerrar la puerta de nuevo. En medio de mi angustia, grité mi nombre con fuerza y declaré que había sido invitado por Herr. Beethoven.

Aún estaba la vieja sumida en sus dudas, pues la visión del inglés parecía despertar en ella justificada preocupación, cuando, por pura casualidad, apareció de repente Beethoven en la puerta de su habitación. Aprovechando este momento, entré rápidamente con intención de acercarme al maestro y disculparme. Pero, al mismo tiempo, arrastré conmigo al inglés, pues éste me tenía aún sujeto con fuerza. Me expresó su propósito y no me soltó hasta que estuvimos delante de Beethoven. Me incliné y pronuncié con dificultad mi nombre; aun cuando él no lo entendió en absoluto, pareció como si supiera que yo era el que le había escrito. Me indicó que entrara en su habitación, y mi acompañante, sin preocuparse en lo más mínimo de la sorprendida mirada de Beethoven, me siguió como una exhalación.

Aquí estaba yo, en el santuario; pero la desagradable situación en que me había colocado el desgraciado británico, me privaba de toda la bienhechora conciencia que necesitaba para gozar dignamente de mi felicidad. De suyo, la apariencia exterior de Beethoven no estaba hecha en modo alguno para producir una impresión agradable y cómoda. Vestía ropa de estar por casa, bastante desordenada y en torno al cuerpo llevaba una faja de lana azul; su cabeza estaba cubierta de largos, fuertes cabellos grises, en completo desorden, y la expresión adusta, oscura de su rostro no consiguió, ni mucho menos, aliviar mi confusión. Nos sentamos a una mesa llena de papeles y plumas.

Reinaba un clima incómodo, nadie hablaba. A lo que parecía, Beethoven estaba molesto por haber recibido la visita de dos, en lugar de uno.

Por fin empezó a hablar preguntando con voz ronca: -Usted viene de Leipzig.

Cuando me disponía a contestar, me interrumpió para colocar a mi disposición un trozo de papel y un lápiz; después añadió:

Escriba aquí yo no oigo.

Yo sabía de la sordera de Beethoven y me había preparado en este sentido. Y, no obstante, fue para mí como una puñalada en el corazón escuchar de aquella voz ronca, quebrada: “no oigo”!  Era como estar en el mundo solo, sin amigos y pobre; no conocer otra liberación que la que proporciona la fuerza de las notas y tener que decir: ¡yo no oigo! En un momento comprendí perfectamente el por qué de la apariencia externa de Beethoven, de la profunda tristeza de sus mejillas, de la sombría agresividad de su mirada, de la hermética cerrazón de sus labios: ¡no oía!

Confuso y sin saber exactamente cómo, escribí una disculpa y una sucinta explicación de las circunstancias que habían concurrido para que, ahora, apareciera en compañía del inglés. Mientras tanto, éste permanecía sentado en silencio y satisfecho frente a Beethoven, quien, así que hubo leído mis líneas, se volvió a él con cierta vehemencia para preguntarle qué quería de él.

-Tengo el honor... - repuso el inglés.

-¡No le entiendo! - le gritó Beethoven, cortándole al momento -. No oigo y tampoco puedo hablar mucho. Escriba usted sobre el papel lo que quiere de mí.

El inglés se quedó meditando un instante, luego sacó su bonito cuaderno de música, que tenía en el bolsillo y me dijo:

- Está bien. Escriba usted: ruego al señor Beethoven que vea mi composición; cuando descubra en ella algún pasaje que no le guste, tendrá la amabilidad de hacer una cruz sobre él.

Yo escribí palabra por palabra su petición en la esperanza de liberarme de él; y, efectivamente, así fue. Así que Beethoven leyó la nota, puso la composición del inglés sobre la mesa con una extraña sonrisa en los labios, asintió con un breve movimiento de cabeza y dijo:

-Se lo enviaré.

Con esto mi gentleman quedó satisfechísimo, se puso en pie, hizo una reverencia especialmente pomposa y se despidió. Yo respiré profundamente: al fin, se había marchado.

Fue a partir de ahora que empecé a sentirme en el santuario. Hasta las facciones de Beethoven se suavizaron visiblemente; me miró por un instante con calma y empezó diciendo:

¿Le ha causado muchas molestias este inglés? Consuélese conmigo; estos ingleses que viajan me han irritado hasta lo indecible. Hoy acuden a ver un pobre músico lo mismo que mañana a un animal exótico. Lo siento por usted, lamento que le haya confundido con ése. Usted me escribió que se daría por satisfecho con mi composición. Esto me es muy grato, pues ahora pienso muy poco en que mis cosas agraden a la gente. Esta confianza en sus palabras me liberó pronto de todo molesto aprisionamiento; al escuchar aquellas sencillas palabras, una sensación de dicha me invadió. Escribí que con toda seguridad yo no era el único que estaba poseído de tan ardiente entusiasmo respecto a sus creaciones, que no deseaba nada con más vehemencia que, por ejemplo, poder proporcionar a mi ciudad natal la dicha de tenerle a él alguna vez en ella; entonces, él mismo se podría convencer del efecto que sus obras ejercen allí sobre el público en general.

- Creo muy bien - repuso Beethoven -, que mis composiciones tienen mayor aceptación en el norte de Alemania. Los vieneses a menudo me irritan; escuchan a diario demasiada mala música para estar en todo momento en condiciones de acudir a escuchar con seriedad algo serio.

Quise contradecir esto y manifesté que ayer había asistido a la representación de Fidelio, recibido por el público vienés con el más rotundo entusiasmo.

-¡Hm, hm! - gruñó el maestro -. ¡Fidelio! Pero yo sé que ahora la gentecilla aplaude exclusivamente por vanidad, pues se dicen unos a otros que, al refundir esta ópera, me he limitado a seguir un consejo. Y, ahora, para recompensarme por mi esfuerzo gritan ¡bravo! Es un pueblo de ánimo bondadoso y nada ilustrado; por ello, yo me encuentro aquí más a gusto que entre gente lista ¿Le gusta a usted ahora Fidelio?

Le informé de la impresión que la representación del día antes me había producido e insistí en que, con las piezas añadidas, la obra toda había ganado hasta alcanzar la perfección.

-¡Desagradable trabajo! - repuso Beethoven -. Yo no soy compositor de óperas; al menos, no conozco ningún teatro en el mundo para el que me gustaría escribir de nuevo una ópera. Si quisiera componer una opera de acuerdo con mi concepto, la gente saldría corriendo, pues en ella no aparecería rastro alguno de arias, duetos, tercetos y todo ese aparato de que se compone hoy día la ópera, y lo que yo haría a cambio ningún cantante desearía cantarlo y ningún público escucharlo. Lo que todos conocen es sólo el fraude radiante, el disparate brillante y el aburrimiento acaramelado. El que compusiera un auténtico drama musical sería tomado por loco y, en efecto, lo sería de hecho, si no lo retuviera exclusivamente para él y pretendiera ofrecérselo a la gente.

-¿Y cómo habría que proceder - pregunté intrigado -, para alumbrar un drama así?

-Como lo hacía Shakespeare cuando escribía sus obras - fue la respuesta. Después continuó -: aquel que pretende adaptar toda suerte de quincallas de colorines a mozas con buena planta y pasable voz, para conseguir gritos de ¡bravo! y aplausos, que se haga modista parisiense, pero no compositor dramático. YO, por mi parte, no estoy hecho para tales bromas. Sé muy bien que los listos opinan por esto que yo entiendo, a lo sumo, de música instrumental, pero que en música vocal no tendría nada a hacer. Y tienen razón, pues ellos entienden por música vocal exclusivamente la música operística; ¡que el cielo me guarde de caer en tamaño disparate!

Aquí me permití preguntarle si creía realmente que alguien, después de haber escuchado su Adelaide, se atrevería a negarle el más perfecto dominio de la música vocal.

-Bueno - repuso tras breve pausa -, Adelaide y otras obras por el estilo son, en el fondo, pequeñeces que les caen en las manos a los virtuosos de profesión en el momento oportuno para brindarles la oportunidad de presentar sus obras más acertadas. Pero ¿Por qué la música vocal no puede constituir un género serio y grande lo mismo que la música instrumental, que, sobre todo en la representación inaugural, fuera respetada por el frívolo mundillo musical como se pretende de una sinfonía por la orquesta? La voz humana está aquí. Sí, la voz es incluso un órgano musical con mucho más bello y más noble que cualquier otro instrumento de la orquesta ¿No se debería conseguir de ella una aplicación tan independiente como de ésta? ¡Qué resultados completamente nuevos no se ganarían con este procedimiento! Y ello porque el carácter de la voz humana, completamente distinto, por su naturaleza, de la peculiaridad de los instrumentos, se prestaría de manera especial para darle realce y consistencia, a la vez que permitiría hacer las más variadas combinaciones. En los instrumentos se reflejan los órganos primigenios de la creación y de la naturaleza; lo que expresan jamás puede ser definido y fijado con claridad, pues reproducen los sentimientos primeros, tal como emanaron del caos de la primera creación, cuando aún no había ni siquiera hombres que los pudieran recoger en su corazón. Muy otro es el caso de la voz humana; ésta representa el corazón humano y su sensibilidad cerrada, individual. Su carácter queda, por lo tanto, limitado, pero definido y claro. Pero júntense ahora estos dos elementos, agrúpeselos. Contrapóngase a los salvajes sentimientos primitivos que apuntan al infinito, representados por los instrumentos, la clara sensación definida del corazón humano, representada por la voz humana. La presencia de este segundo elemento ejercerá un efecto bienhechor y enriquecedor sobre la lucha de los sentimientos primitivos, proporcionará un curso concreto, único, a su caudal; pero incluso el mismo corazón, al recibir esos sentimientos primitivos, se robustecerá y ensanchará infinitamente, y podrá, en definitiva, sentir claramente en sí el primitivo, indefinido presentimiento de lo supremo, convertido en conciencia divina.

Aquí, Beethoven se detuvo, como agotado, por unos momentos. Después, con un ligero suspiro, prosiguió: - Ciertamente, al intentar solucionar esta tarea, se tropieza con bastantes inconvenientes: para cantar, se necesitan palabras. Pero ¿quién estaría en condiciones de contener en palabras la poesía que serviría de base a la fusión de todos los elementos? Aquí la poesía tiene que quedar atrás, pues las palabras son órganos demasiado débiles para esta tarea. Pronto conocerá usted una nueva composición mía que le recordará esto de que estamos hablando ahora. Se trata de una sinfonía con coros. Quiero que comprenda usted cuan difícil me resultó superar el inconveniente de la deficiencia que presenta el arte poético al que recurrí en demanda de ayuda. Por fin, me he decidido a utilizar el hermoso himno de nuestro Schiller «a la alegría»; ésta es, sin duda, una poesía noble y conmovedora, aunque, asimismo, muy alejada de la posibilidad de expresar lo que a decir verdad, en este caso ningún verso del mundo puede expresar.

Aún hoy, apenas si acierto a comprender la dicha que sentí cuando el propio Beethoven, con estas sugerencias, me ayudó a comprender perfectamente su gigantesca, última sinfonía, que entonces a lo sumo había terminado de componer, pero aún no era conocida de nadie. Le expresé mi admiración y agradecimiento por esta deferencia suya, sin duda alguna poco frecuente. Al mismo tiempo le manifesté la admirada sorpresa que me había deparado con la noticia de que cabía pensar en la aparición de una nueva gran obra compuesta por él. Me habían saltado las lágrimas a los ojos; hubiera caído de rodillas.

Beethoven pareció darse cuenta de mi excitación. Me miró con una sonrisa entre compasiva y sarcástica y luego dijo:

- Usted puede defenderme cuando se hable de mi nueva obra. Recuerde mi: los listos me tomarán por loco o, al menos, lo proclamarán a gritos. Pero usted, R..., ve claramente que yo no soy precisamente un loco, aun cuando, en otro caso, también me sentiría lo bastante desdichado para ello. La gente me pide que escriba de acuerdo con lo que ella entiende por bueno y bonito; pero no tiene en cuenta que yo pobre sordo, tengo que tener mis propias ideas, que no me es posible componer de otra forma que no sea aquella de acuerdo con la que siento. Y que yo no puedo pensar y sentir sus bonitas cosas – añadió irónicamente - ¡Esta es en verdad mi desgracia!

Dicho esto, se puso en pie y comenzó a pasear por la habitación con pasos rápidos, cortos. Impresionado profundamente hasta lo más íntimo de mi ser, como yo estaba, me levanté también; caí en la cuenta de que estaba temblando. Me hubiera sido imposible continuar una conversación con pantomimas o por escrito. Era consciente de que, ahora, había llegado el momento en el que la visita podía hacérsele pesada al maestro. Escribir unas palabras, profundamente sentidas, de agradecimiento y de despedida me pareció demasiado parco; me limité a coger mi sombrero, situarme delante de Beethoven y dejar que leyera en mi mirada lo que ocurría en mi interior.

Él pareció entender.

-¿Quiere usted marchar? – preguntó -. ¿Se quedará todavía por algún tiempo en Viena?

Escribí que el motivo de este viaje no había sido otro que conocerle; que, toda vez que él se había dignado concederme una acogida tan extraordinaria, me sentía más que dichoso de haber alcanzado mi objetivo y que mañana emprendería el camino de regreso.

Sonriendo, repuso él: - Usted me ha escrito de qué forma se ha procurado el dinero para este viaje. Usted debería quedarse en Viena y seguir componiendo galops; aquí esta mercancía tiene mucho éxito.

Le expliqué que para mí, ahora, la cosa había terminado, pues no entendía que pudiera parecerme digna de un sacrificio semejante.

-¡Bueno, bueno! – replicó -. ¡Se comprende! Yo, viejo loco, también lo pasaría mejor si escribiera galops; tal como lo hago ahora, siempre me debatiré en la miseria. ¡Que tenga usted un buen viaje! – añadió - Acuérdese de mí y consuélese en todas sus adversidades conmigo. Conmovido y con lágrimas en los ojos me disponía a despedirme cuando me gritó:

- ¡Alto! ¡Acabemos de una vez con el musical inglés! ¡Vamos a ver lo que tenemos que tachar!

Dicho esto, cogió las partituras del inglés y les echó una rápida ojeada sonriendo para consigo mismo; después, las plegó de nuevo cuidadosamente, cogió un trozo de papel, echó mano de una gruesa pluma y trazó una cruz de dimensiones colosales sobre la cubierta toda. Acto seguido me lo alargó al tiempo que me decía:

- ¡Hágame el favor de entregar su obra maestra al afortunado! ¡Es un burro y, sin embargo, le envidio por sus grandes orejas! ¡Que le vaya bien, querido amigo y no se olvide de mí!

Dicho esto nos despedimos. Emocionado, abandoné su estancia y la casa.

En el hotel encontré al criado del inglés en el momento en que se disponía a poner las maletas de su señor en el coche. Así, pues, también él había alcanzado su objetivo; tenía que admitir que también él había dado muestras de constancia. Corrí a mi habitación y me preparé asimismo para emprender mi viaje de regreso a pie, en la mañana del día siguiente. Cuando contemplé la cruz encima del sobre que contenía la partitura del inglés, no pude por menos que reír estrepitosamente. Y, no obstante esta cruz era un recuerdo de Beethoven y no quería entregársela al maligno demonio de mi peregrinación. Rápidamente tomé una decisión. Saqué la cubierta que contenía las partituras del inglés, cogí mis galops y los metí en la condenada cubierta. Al inglés le hice llegar su composición sin cubierta, pero añadí una pequeña carta en la que le decía que Beethoven le envidiaba y había manifestado que no sabía dónde debía poner la cruz.

Al salir de la hospedería, vi cómo mi desventurado compañero subía al coche.

- ¡Que le vaya bien! - me gritó -. Me ha hecho un gran servicio. Me alegra mucho haber conocido al señor Beethoven. ¿Quiere venir conmigo a Italia?

- ¿Qué va a buscar usted allí? - le pregunté a mi vez.

- Quiero visitar al señor Rossini, pues es un famoso compositor.

- ¡Que tenga suerte! - le grité -. Yo he conocido a Beethoven y ya tengo bastante para toda mi vida.

Nos separamos. Eché aún una nostálgica mirada a la casa de Beethoven y me volví hacia el Norte, el corazón animoso y ennoblecido.